«La felicidad real siempre aparece escuálida en comparación con las compensaciones que ofrece la desdicha»¹
—Aldous Huxley
Brave New World
La conducta no ha debido ser lo que se dice ejemplar; de haber sido este el caso, la reprimenda —bien trocada por halago— no vendría a herir el lóbulo de mi mancillada ojera derecha —que aún tan poco agraciada parte de nuestra anatomía guarda su honor—. Si mal no recuerdo, que recordar mal es mis peores vicios, el detonante de mi desgracia —la terminología épica siempre me ha atraído— fue el no poder, ni querer, aplazar la amena e ingenua plática matutina hasta el primer mal llamado espacio de recreo. La cosa es, en pocas palabras y sin más detalle, que hablé en clase —talvez un poco más alto de lo debido y permitido— y que el agudísimo oído de la dulcemente llamada Niña, bien conocida tirana, dadora de justicia y repartidora de sapiencia, percibió con celeridad e ira mis muestras de temprana irreverencia; con todo lo cual, acorde a la instrucción clásica, con la que —por dicha o desdicha— se me educó, concluyó en el aludido jalón de oreja (o de orejas, que pensándolo bien, la izquierda igual o más sufrió).
Tan poco agraciado relato, de tan poca agraciada cuestión, tiene su claro y explicable motivo: ¿Cómo es que se le castiga el ser humano por algo que la sociedad misma le ha enseñado a hacer?
Recuerdo aún mis no tan lejanos años mozos de escolar donde, ataviado con el uniforme de rigor —que sobresalir, o querer hacerlo, era síntoma de rebeldía—, se me satirizaba desde el vil escritorio por mis algo desfasados minutos de convivio. Bien sabido es por mi, y negándolo sólo conseguiría errar fuerte, que la poca melodiosidad de mi voz, más allá de generar posibles momentos de paz angelical —si es que la figura explica lo que la realidad no demuestra— en mis circundantes compañeros, podría llegar a molestarlos, des-concentrarlos, enajenarlos, enloquecerlos o hasta —problema grave— incitarlos a tomar mi determinación. Por lo anterior era que los ciclos de vocalización se caracterizaban por efímeros y puntuales; del tipo «viste a la nueva compañera…» y casi con inmaculada periodicidad dichos en susurro. No obstante, era suficiente para causar desestabilización.
No he podido, asimismo, olvidar las típicas reprimendas paternas post-reunión-entrega-de-notas: «Buen muchacho y aplicado, pero habla mucho en clase» y sus ulteriores modificaciones que comenzaron en «mantiene el rendimiento y ya habla menos» y concluyeron en un «excelente alumno [el término excelencia jamás fue bien concebido por los amigos del conocimiento] y ya no habla»… pues, créalo o no, los constantes regaños y jalones de orejas —que por suerte el maíz en las rodillas y la regla en los nudillos no llegó a traumar mi infancia— logran amansar a casi cualquiera.