Quiénes me conocen de un poco más allá de comenzar mis andanzas por lares digitales sabrán, con certeza, que nunca fui fiel partidario de la exposición al lente de cámara alguna. Principalmente, aunque no limitado a esto, influía un aspecto muy puntual de mi verdad personal que, además de ineludible, era para mi catastrófico: no era (soy) fotogénico. Tomemos en noción, además, que antes eran otros tiempos. No teníamos acceso al lente más que unas cuantas veces al año, quizá al mes, depende. Las cámaras de rollo seguían siendo lo normal, más que lo normal, lo imperante. Y -no lo olviden- venían condicionados de fábrica a determinada cantidad de fotografías, no es como ahora, que ya ni la imagen tiene valor por su fácil eliminación. El punto es que, antaño, los jóvenes con delirios fotográficos del hoy habrían estado en una de esas situaciones escalofriantes solo comparables, para nosotros, con algo como una primer fila en un concierto de Bieber: la foto se tomaba una vez, dos era desperdicio, nada de revisar 30 para poner las dos mejores. Era duro antaño.

Mi primer avatar, luego de dejar un anonimato ni penoso ni glorioso, lo publiqué hace ya varios años. En twitpic si mal no recuerdo. La impresión para mi, iconoclasta de alta convicción fue severa, pero no represiva. Por primera vez en mucho tiempo logré validar, comprender, el valor que hasta entonces parecía obvio para los demás: la imagen preserva, conserva, traslada, muestra, mueve. No digo tal cosa, aclaro, de mi penoso o no retrato, sino del general de lo que luego fui observando.

La fotografía, lo he dicho mil pero no logro dejar momento sin aclarar lo que posiblemente dejé inconcluso, siempre me ha parecido una plataforma ilegítima. Quizá no tanto ella, que muestra lo que vemos de una u otra forma, pero sí su completa posibilidad de 1. puesta a punto y 2. selección programada. En parte por eso me quedo con el fotograma en sucesión, el nivel es distinto, porque (primero) no se tiene siempre el conocimiento requerido para su eficiente edición, así que visto de esta forma, no queda otra que dejarlo tal como está a la primera. El autofiltro fotográfico ha venido a tirar esto aún un poco más abajo: ya no solo podemos elegir la que más nos favorezca de n número de fotografías, sino que también podemos disimular uno u otro desperfecto con el filtro adecuado bien aplicado. Filtro es ruido, no olvidemos, y ruido en video es estática, no se valora. Además (segundo) nos proyecta de forma natural sin ataduras, es duro, por eso la gente odia verse en video y, de amarlo, saben la necesidad del maquillaje (photoshop de la vida real) que lo vulgariza un poco más, pero al menos lo hace de forma natural: el maquillaje es un logro en sí mismo, el filtrado fotográfico, un error proyectado a una realidad, con buen término ocular claro, tampoco seamos insensatos.

Pero todo esto no deja de llevarme a la pregunta: ¿por qué amamos la fotografía? en tiempos modernos ya, pareciera, no valemos por lo que tenemos sino por lo que podemos fotografiar. Unos días atrás una contertulia tuitera a la que, por cosas del destino, no sigo mencionó una algo aireada (aunque taimada) queja sobre los que se preocupan más de fotografiar sus vivencias que distrutarlas. Compartí el pensamiento pero, como era previsible, la reacción no fue del todo agradable: la mayoría utiliza la imagen en la consecución del éxito. Visto de otra forma, no es éxito si no se tiene prueba de él. Y la prueba visual es la que menos engaña, al menos a los incautos.

Debemos amar la imagen por el control que sobre ella tenemos, no es absoluto claro, pero si selectivo. Retratamos aquello que consideramos digno de recordar (como nuestro postre, wtf!) pero también aquello a lo que le tenemos cariño. No podemos encasillar a todos en el mismo saco, claro, el padre que fotografía a su hijo de meses posiblemente tiene objetivos diferentes en mente que el adolescente que fotografía su almuerzo; pero en el fondo, el sentimiento es legítimo: conservar lo que pensamos digno de recuerdo. Hablo, quizá, de la fotografía callejera, de la del día a día, la del móvil o la cámara semiprofesional barata. No del arte que se publica en The Big Picture. No soy filósofo ni de lejos, menos psicólogo, pero me gusta observar. Observar y definir, y de eso saco conclusiones. Erradas, quizá, nadie dijo que no podemos fallar. Las plataformas sociales en línea nos han venido a facilitar las cosas: no ocupamos ya indagar en viejos y polvorientos álbumes, basta echar un vistazo a las últimas publicaciones de nuestro amigo/conocido/cercano.

Quizá sea que amamos la imagen porque nos gusta mostrarnos como queremos ser vistos y recordados (esto justifica, además, por qué tanta gente elimina ‘tags’ en Facebook :P). Porque podemos, con relativa facilidad, exaltar lo bello y ocultar lo menos agraciado. Porque tenemos la opción de ser o dejar de ser dependiendo de la situación. La imagen no es como el dibujo, este último un suceso artístico de altos vuelos, pero nos permite mostrar que tenemos algo que decir, aún de forma silenciosa.

Porque, estoy seguro, todos tenemos algo que decir. Y que mejor forma de decirlo que sin palabras.

Aún te guardo mis reservas, imagen, pero ahora también algo de aprecio.

RQR